
Son las cinco en punto y me fijo en el reloj, ya sé la hora, pero la ansiedad te hace esclavo de movimientos involuntarios. Es una tarde de diciembre más oscura y fría de lo normal, o por lo menos así la siento.
—El clima no tiene sentido—pienso en voz alta y mi voz se mezcla con el ruido del restaurante.
Creo que puedo percibirlo todo, hasta los más sutiles movimientos, olores y sonidos. Me considero una persona observadora y atenta, pero hoy estoy especialmente sensible a lo que pasa a mi alrededor. Escucho como las cucharas chocan contra los platos y las tazas. Siento el olor a café o los fuertes tonos cítricos del perfume de la mujer que está a dos mesas de la nuestra; cada cinco cuentas choca el tacón de su zapato contra la pata de su mesa, coincidiendo de vez en cuando con la campana de la caja registradora al fondo del salón. Siento el viento que choca contra las ventanas. Me recorre un escalofrío, es el clima, es la adrenalina… puedo sentirlo todo.
¡Me hablan! Intento enfocar mis nuevos súper poderes en la voz que se dirige a mí, pero es un sonido sordo, como cuando alguien habla debajo del agua. ¿Es mi nombre? seguido de un “¿Me escuchas?”, “¿Me escuchas?”. Trato de enfocar mi concentración en las palabras y no en los sonidos que me distraen, en la tabla floja de la entrada que cruje cuando alguien la pisa. Intento recordar que estaba antes del “¿Me escuchas?”.
Mi instinto más primitivo me pide que huya de ahí. Mi cuerpo se prepara con un flujo de sangre extra, que baja hasta mis piernas listas para correr, pero la sensatez me amarra a la silla. Tengo frío, pero afuera está peor…creo. Me voy a enfermar; siento ese mareo extraño que me avisa que algo anda mal.
Reacciono moviendo mi cabeza, asintiendo, aunque es una mentira.
Tengo rodeada la taza de café con mis manos para tratar de conseguir calor. Siento su mano rozar la mía y rápido levanto la taza. De nuevo me digo que no lo deje acercarse. Le doy un sorbo al café y recuerdo el “Ya no te amo” que estaba antes del “¿Me escuchas?”.