
No conozco mucho del mundo; nací aquí en esta prisión y aquí fui criado. Mi madre me llamó Octavio. No puedo decir que era muy amorosa, amar en esta situación no parece ser viable. Me dio un nombre y se lo agradezco; aquí muchos son solo placas con números y el nombre de nuestra prisión. A ella se la llevaron al año de mi nacimiento… lloraba por las noches, no la culpo, yo también lloro.
No es fácil vivir en prisión. Apenas tenemos espacio para estar de pie y acostarnos, eso es todo, nunca he podido ver más allá de mi celda, pero sé que somos muchos. El aire es denso y todo es pestilente. Nos alimentan y bañan a la fuerza, sin respeto ni compasión. Lo peor más allá del hacinamiento, son los custodios y el trato, quienes no muestran empatía hacia nosotros y de tanto en tanto, toman a los más viejos y los llevan al edificio rojo, donde sabemos que es el final.
La puerta de las celdas suenan, el miedo entra de primero al pabellón y después entran ellos. Se escuchan los gritos por los pasillos. Los más jóvenes se retraen dentro del espacio limitado, los más grandes se retuercen en sus celdas.
Como todos, tengo miedo, pero también me siento cansado. Pienso que nadie se merece esta vida, mientras doy un paso al frente, justo cuando el custodio pasa por mi celda. Se detiene, me examina y asiente. Un hombre revisa mi placa y un shock eléctrico me obliga a avanzar. Me uno a la línea que conduce a las afueras del pabellón, mientras los demás lloran por el miedo.
A mi me conmueve sentir aunque sea por unos momentos el sol en mi piel, estirar mis músculos, respirar aire fresco, ver algo más que mi metro y medio cuadrado de espacio. Nos acercamos a las puertas del edificio rojo, veo por última vez el nombre de la prisión que fue mi casa y maldición: “Carnicería porcina de alta calidad”.
Al final no siento miedo. Hoy conocí el sol y caminé, mi último día, fue un buen día.