
Él corría hacia la grieta donde se encontraban siempre a la misma hora. Ella ya lo estaba esperando. Sus mundos estaban separados por una gran muralla, que de alguna manera el tiempo se había encargado de atravesar. La hendidura no sólo separó la dura piedra, sino también las diferencias de sus pueblos.
Ellos dos se encontraron ahí en medio de la casualidad y el destino. Eran tan diferentes y tenían tanto en común. Todos los días hablaban por el pequeño hoyo de la pared. Él era de fuego y ella era de agua, pero qué importa si al final de dos seres completamente distintos había emergido algo tan compartido.
Sin embargo, la compatibilidad no era lo único que crecía entre ellos dos; una angustia silenciosa los acompañaba en sus citas diarias. Aquel milagro parecía ser temporal y como si se tratase de una maldición dictada por un reloj de arena, cada día el peso de la roca acortaba el rango de visión entre los dos mundos, amenazando con separarlos.
Una mañana, ella llegó a su punto de encuentro y la grieta ya no estaba. Por un momento pensó que se había perdido o que el lugar no era el correcto, pero después de un par de minutos de confusión, notó la piedra bruta rellena y que el color del sedimento donde se encontraba la ventana era distinto al resto del muro. El pánico la invadió y se soltó en llanto; ella era de agua y el llanto era tan intenso, que por la cantidad de lágrimas empezó a ascender y a inundar todo a su alrededor.
Del otro lado del muro, estaba él asustado y el llanto de ella lo llenó de desesperación. Él gritó con todas sus fuerzas y como era de fuego, quemó todo a su alrededor y salió volando hacia el cielo como un cohete.
En la parte más alta del muro el grito cesó y el llanto se detuvo. Cuando los dos se vieron de frente, sin muros o grietas que los contuviera, sin pensarlo, en un impulso mutuo se abrazaron. Con un profundo beso, fuego y agua se fundieron en una enorme nube de vapor que se elevó hacia el cielo. Él y ella eran uno solo.